Durante 1834, Charles Darwin a bordo del HMS Beagle recorrió el extremo sur de Chile. El navío ancló en Tierra del Fuego, un lugar tan frío e inhóspito que Darwin pensó que «la muerte, y no la vida, parecía ser el espíritu predominante» allí. Llegó a ver también el Archipiélago de los Chonos, un conjunto de más de mil islas azotadas por el viento y la lluvia. Continuó por las islas Guaitecas hacia el norte hasta Chiloé.
Un territorio condenado a perder
Aunque solemos asociar a Darwin con los pinzones y Galápagos, es importante entender que todo el viaje, los tres años y tres meses que estuvo en Tierra (de los cinco que duró la travesía) fue un descubrimiento para él. Pudo reflexionar sobre todo lo que lo rodeaba, la tierra, el clima, el paisaje, los animales, la flora… absolutamente todo. Tuvo pensamientos sobre las personas originarias del sur del continente americano muy insólitos para su época. Se dio cuenta de la importancia de los terremotos en la conformación geológica. Todas y cada una de sus reflexiones en cada pedacito de tierra que visitaba le sirvieron para tejer la teoría que revolucionó la biología, la ciencia y la vida.
Este territorio del sur de Chile es particularmente encantador. A pesar del difícil clima, es deslumbrante ver la vida abrirse camino con gracia y éxito. Muchas especies han perecido, siguiendo el curso natural de la vida en nuestro planeta; muchas otras a mano de la intromisión humana. Y esta última causa no solo ha moldeado el paisaje, reduciendo el número de especies de plantas y animales, además, la humanidad tiene que cargar con la desaparición de pueblos originarios como los tehuelches y los chonos. Quizá, por el recuerdo y la herencia de éstos es que este territorio resulta más mágico y atractivo.
Amenazas y amenazados
Ahí, en el sur, en los bosques templados de la isla Grande de Chiloé entre los troncos se asoma un cánido. No es muy grande. Su cuerpo no supera los 70 centímetros de largo y no pesa más de 4 kilogramos. Charles Darwin los describió aquella vez en el archipiélago y lo consideró una subespecie de Lycalopex griseus, el zorro gris patagónico. Con su modestia, no se le ocurrió llamarlo «el zorro de Darwin», nombre con el que ahora se conoce a este mamífero endémico de Chile.
Darwin cometió un error, el mamífero en cuestión no era una subespecie, sino era Lycalopex fulvipes. Al ser endémico, por definición, habita en un área muy reducida. Además de esta isla, existe una población en el Parque Nacional Nahuelbuta. Afortunadamente, en el 2014 se confirmó la existencia de otra población en la Reserva Costera Valdiviana. Recalco la buena fortuna de este descubrimiento, pues el zorro de Darwin se considera la especie de cánido con mayor riesgo de extinción. Me pregunto si a Darwin, como a mi, se le estrujaría el pecho al escuchar cada especie que parece estar condenada a desaparecer.
Nos perderíamos de una especie con hábitos nocturnos y madrugadores, cuya dieta principalmente la constituyen insectos y mamíferos pequeños, pero que cuando éstos escasean no repara en comer aves, reptiles, anfibios y hasta frutos. Nos perderíamos de ejemplares hembras, de pelaje gris oscuro y pequeñas manchas rojizas en sus orejas y patas, guiando a su camada de dos o tres cachorros. Nos perderíamos de verlos dejar la soledad y reunirse en grupos grandes cuando se sienten amenazados.
¿Amenazados por qué? Por los perros, parientes suyos, domesticados y entrenados por avicultores para perseguirlos y acabarlos, en su ejercicio de proteger a sus gallinas y otras aves de corral. Amenazados también por la pérdida de su hábitat, que alberga ahora a no más de 1000 individuos. ¿Podrán los programas de conservación revertir el tristísimo futuro al que parece estar encaminado el hermoso zorrito de Darwin?